En el vasto escenario de la escultura italiana del siglo XIX, un nombre resuena con la fuerza de un eco que se niega a apagarse: Giovanni Dupré. Nacido en Siena en 1817, su destino parecía tallado en la misma piedra que luego daría vida a sus obras. Hijo de un modesto tallista, inició su aprendizaje en el taller familiar, copiando esculturas renacentistas, imitando gestos y pliegues que otros ya habían inmortalizado. Pero en aquella repetición, en ese ejercicio paciente de reproducir lo que otros habían creado siglos atrás, comenzó a germinar una voz propia, una mirada que pronto se convertiría en una de las más poderosas de su tiempo.
En aquella Italia que todavía respiraba el legado de Antonio Canova, Dupré irrumpió como un renovador inesperado. Canova había llevado el neoclasicismo a sus cimas más luminosas, con esculturas de mármol que parecían estar hechas de carne y de suspiros, pero su legado, en la primera mitad del siglo XIX, empezaba a diluirse entre imitaciones frías y fórmulas gastadas. Fue entonces cuando Dupré, con la audacia de la juventud y la sensibilidad de un alma inquieta, supo devolverle frescura y emoción al mármol.
Los primeros pasos del escultor
El joven Dupré pronto llamó la atención en el mundo artístico. En un concurso organizado por la Accademia di Belle Arti, se presentó con El juicio de Paris, obra con la que obtuvo el primer premio. Aquel galardón no fue un simple reconocimiento: fue la confirmación de que aquel muchacho de Siena estaba destinado a algo mayor. Poco después, sorprendió nuevamente con una figura de tamaño natural que marcaría su reputación inicial: Abel moribundo.
Pero antes de tallar esa obra que lo inmortalizaría, Dupré viajó a Nápoles y, de camino, hizo una parada decisiva en Roma. Allí, en la Ciudad Eterna, contempló el monumento funerario que Canova había erigido para el papa Pío VI. La experiencia lo deslumbró, lo conmovió hasta el punto de comprender que no podía conformarse con la mera reproducción de estilos. Roma le mostró que la escultura era algo más que perfección formal: podía ser emoción, drama, trascendencia. Y desde ese instante, decidió acercarse al clasicismo con una mirada renovada, capaz de unir lo eterno con lo humano.
La irrupción de Abel moribundo
En 1844, Dupré esculpió la obra que le otorgaría fama y prestigio: Abel moribundo (Abele morente), hoy conservada en el Museo Hermitage de San Petersburgo. En ella representó la primera muerte narrada por la Biblia: el asesinato de Abel a manos de Caín, su propio hermano, movido por la envidia y la ira al ver que Dios prefería los sacrificios de Abel.
Dupré eligió un tema bíblico, pero lo trató con una fuerza emocional y un realismo inusitados. El cuerpo de Abel yace inerte, abandonado a la gravedad, con una naturalidad que conmueve. No hay heroicidad en su gesto, ni idealización en sus rasgos. Lo que vemos es un joven muerto, con músculos aún tensos y una expresión que roza lo humano más que lo divino. La escena no busca glorificar, sino conmover.
Lo extraordinario de la obra es que, aun en su fidelidad anatómica y en su detallismo, no cae en el simple naturalismo. Dupré logra transmitir algo más profundo: el instante en que la vida abandona el cuerpo, el misterio insondable de la muerte. En ese mármol frío late la fragilidad de lo humano.
Entre el neoclasicismo y el realismo
La crítica reconoció en Abel moribundo una obra que estaba más allá del neoclasicismo puro. En ella persistía la herencia de Canova —la perfección de las formas, la pureza del mármol—, pero también aparecía un nuevo lenguaje, más visceral, más cercano al realismo que comenzaba a abrirse camino en Europa.
El naturalismo con el que Dupré esculpió las venas, la tensión de los músculos y la expresión de abatimiento, revelaban un camino distinto. No se trataba de representar un ideal de belleza atemporal, sino de confrontar al espectador con una muerte concreta, brutal, injusta. El cuerpo de Abel era bello, sí, pero esa belleza estaba teñida de tragedia.
En cierto modo, la escultura anunciaba el fin de una era. El mármol ya no era solo soporte de dioses y héroes mitológicos, sino testigo de la vulnerabilidad humana. Dupré abrió así la puerta a una nueva sensibilidad que, sin romper del todo con el clasicismo, preparaba el terreno para un arte más cercano al espíritu moderno.
El impacto en su tiempo
Cuando Abel moribundo se presentó, causó asombro. El público quedó impresionado no solo por la perfección técnica, sino por la crudeza del tema. Algunos la consideraron demasiado realista, incluso excesiva en su dramatismo. Pero esa fue precisamente la fuerza de Dupré: se atrevió a mostrar lo que otros ocultaban.
La escultura fue aclamada como una de las obras maestras de la época, y su creador, todavía joven, se consolidó como una figura central en el panorama artístico italiano. A partir de entonces, su nombre quedaría ligado para siempre a la capacidad de devolver emoción a un arte que amenazaba con volverse estéril.
El simbolismo de Abel
Más allá de su virtuosismo técnico, la elección de Abel como tema es reveladora. Abel, la primera víctima de la historia humana según la tradición bíblica, representa la inocencia sacrificada, la violencia irracional, la fragilidad de la justicia. En su cuerpo yacente se condensa no solo un relato antiguo, sino una verdad universal: la vida puede ser truncada por la envidia, el odio, el miedo.
Dupré comprendió que esa historia no era solo un episodio religioso, sino un espejo de la condición humana. Y al tallarla en mármol, dio a la humanidad un recordatorio eterno de esa primera herida.
La huella de Dupré en la escultura europea
Con Abel moribundo, Giovanni Dupré no solo alcanzó fama: también abrió un sendero que influiría en generaciones posteriores. Su obra mostró que el mármol podía ser un medio no solo de perfección formal, sino de expresión emocional. Esa tensión entre clasicismo y realismo marcaría buena parte de la escultura europea de mediados del siglo XIX.
Dupré continuó su carrera con otras obras notables, pero Abel moribundo permaneció como su sello, como la declaración más pura de su talento y de su visión. Allí se condensaba todo: la herencia de Canova, la lección de Roma, la influencia del clasicismo, y al mismo tiempo la valentía de ir más allá.
Un legado de piedra y emoción
Hoy, al contemplar Abel moribundo en el Hermitage, el espectador siente lo mismo que debieron sentir los primeros que la vieron en el siglo XIX: asombro y desgarro. La escultura no envejece, porque lo que transmite no pertenece a una moda ni a un estilo, sino a la esencia misma de lo humano.
El mármol, trabajado con precisión infinita, parece respirar. Cada pliegue de la piel, cada tensión del músculo, cada línea del rostro, habla de un instante que todos conocemos: la vulnerabilidad de la vida ante la muerte. Y sin embargo, en esa fragilidad hay una belleza serena, un canto silencioso a la dignidad del ser humano incluso en la caída.
Giovanni Dupré, el escultor que surgió de Siena copiando obras ajenas, terminó creando una de las esculturas más originales y conmovedoras del siglo XIX. En Abel moribundo encontró el equilibrio entre tradición y renovación, entre ideal y realidad, entre belleza y dolor.
Su obra no es solo un tributo a la Biblia, ni un ejercicio de virtuosismo técnico. Es una meditación sobre la vida, la muerte y la fragilidad de la existencia. Una meditación que aún hoy, casi dos siglos después, sigue hablándonos con la misma fuerza.
En el silencio del museo, el mármol de Dupré sigue vivo. Y en los ojos de quienes lo contemplan, Abel muere una y otra vez, recordándonos que en cada final late la eternidad del arte.
LA OBRA
Abel moribundo (Abele Morente)
Giovanni Dupré
Mármol
1842
Museo Hermitage
San Petersburgo.