En la cúspide del Olimpo, donde el tiempo y el espacio se entrelazan en un eterno presente, se alza la figura de Apolo, dios de la luz y la verdad, patrón de las artes y la profecía. Su historia es un tapiz tejido con hilos de oro y plata, una narrativa que resuena a través de los siglos, tan inmortal como el mismo panteón griego.
Apolo, hijo de Zeus y Leto, nació bajo el signo de la controversia y la maravilla. Su llegada al mundo fue un acto de desafío contra la voluntad de Hera, la celosa esposa de Zeus, quien había prohibido que Leto encontrara refugio en tierra firme para dar a luz. Sin embargo, la compasión de Poseidón llevó a Leto a la isla flotante de Delos, donde Apolo y su hermana Artemisa vinieron al mundo, marcando el inicio de una nueva era para los dioses y los hombres.
Desde su nacimiento, Apolo fue dotado de una belleza sin igual, su cabello dorado brillaba como el sol que estaba destinado a representar. Su voz, dulce y poderosa, podía calmar el corazón más turbulento y su talento para la música era incomparable. Con su lira, hecha por el mismísimo Hermes, Apolo deleitaba a los dioses y mortales por igual, y las musas danzaban a su alrededor, inspiradas por su divina melodía.
Pero no solo de arte vivía Apolo; su arco y sus flechas eran símbolos de su poder sobre la vida y la muerte. Como dios de la curación, traía alivio a los afligidos, pero también podía enviar plagas a aquellos que desafiaban su voluntad. Su templo en Delfos era el centro del mundo, donde su oráculo, la Pitia, pronunciaba profecías que moldeaban el destino de reyes y naciones.
Uno de los mitos más épicos de Apolo es su trágico amor por la ninfa Dafne. En un juego de poder y pasión, Eros, herido por el orgullo de Apolo, disparó dos flechas: una de oro que hizo que Apolo se enamorara perdidamente de Dafne, y otra de plomo que hizo que ella lo rechazara. La persecución de Apolo fue frenética, su deseo insaciable, pero Dafne, en su desesperación, imploró a su padre, el río Peneo, que la transformara para escapar del dios. Y así, en el momento de su captura, Dafne se convirtió en un laurel, un árbol sagrado para Apolo, marcando su amor eterno y su pérdida.
La influencia de Apolo se extendía más allá de los límites del Olimpo. Era el protector de los jóvenes, el guía de los marineros y el patrón de los arqueros. Su presencia se sentía en cada amanecer, en cada nota musical que resonaba en el aire, y en cada verdad revelada. Su dualidad como dios de la luz y la oscuridad reflejaba la complejidad de la existencia humana, y su culto perduró a través de los siglos, adaptándose y evolucionando con el paso del tiempo.
La epopeya de Apolo es una historia de amor y pérdida, de arte y guerra, de luz y sombra. Es un relato que nos enseña sobre la naturaleza cambiante de la vida y la inmutable presencia de lo divino. En cada verso de su leyenda, encontramos ecos de nuestra propia búsqueda de belleza y significado en un mundo lleno de maravillas y misterios.
Así, el mito de Apolo, tejido con las fibras de la mitología griega, sigue vivo en el corazón de la cultura occidental, un recordatorio perpetuo de que incluso los dios.
Muchos artistas representaron a Apolo. Un gran ejemplo es Apolo Belvedere. La estatua formaba parte de la colección que el cardenal Giuliano della Rovere tenía en su palacio en Santi Apostoli. Fue elegido papa con el nombre de Julio II de 1503 a 1513 y la escultura fue trasladada al Vaticano.
El dios Apolo aparece como si acabara de utilizar su arco vibrante que, originariamente, debía de empuñar con la mano izquierda. La obra, que data de mediados del siglo II d.C., se considera hoy una copia del bronce realizado entre los años 330 y 320 a.C. por Leocares, uno de los artistas que trabajaron en el Mausoleo de Halicarnaso.
Muy admirada desde su colocación en el Patio de las Estatuas en Vaticano, debe su fama a las inspiradas páginas de Johann Joachim Winckelmann donde la consideraba una sublime expresión del arte griego, "el ideal más alto del arte entre las obras antiguas que se han conservado hasta nuestros días".