En las profundidades del mito griego, la historia de Orfeo y Eurídice se erige como una de las más conmovedoras y épicas narraciones de amor y tragedia. Orfeo, hijo de la musa Calíope, era un poeta y músico excepcional, cuyo talento con la lira cautivaba a todos los seres, tanto humanos como divinos. Su música tenía el poder de encantar a las bestias salvajes, hacer que los árboles se inclinaran hacia él y que los ríos cambiaran su curso solo para escucharlo.

Orfeo encontró el amor en Eurídice, una ninfa de belleza inigualable, y juntos compartieron un vínculo tan profundo que parecía indestructible. Pero como en muchas tragedias, la dicha pronto se vio interrumpida. Mientras caminaba por el bosque, Eurídice fue mordida por una serpiente venenosa, lo que le provocó una muerte súbita. La luz del amor de Orfeo se apagó en un instante, dejando su corazón roto y sumido en una desesperación insondable.

Sin aceptar el destino que le arrebataba a su esposa, Orfeo tomó una decisión tan audaz como desafiante: descendería al inframundo para recuperar a Eurídice. Empuñando su lira y con su corazón lleno de determinación, se aventuró en las tierras sombrías donde las almas de los muertos vagaban por toda la eternidad. Nadie que no fuera una sombra había cruzado esos límites y regresado con vida, pero Orfeo, guiado por su amor, no temía las consecuencias.

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A su llegada al Hades, el reino de los muertos, Orfeo enfrentó a Caronte, el barquero que transportaba las almas a través del río Estigio. Orfeo no tenía monedas para pagarle, pero su lira y su voz mágica lo conmovieron de tal forma que Caronte accedió a llevarlo al otro lado. En ese mundo de oscuridad y desolación, incluso los dioses se vieron afectados por su música.

Al llegar al trono de Hades y Perséfone, los soberanos del inframundo, Orfeo tocó su lira y cantó la historia de su amor por Eurídice, una canción tan llena de dolor y esperanza que incluso las furias, diosas despiadadas del castigo, derramaron lágrimas. Su música era tan poderosa que Hades, quien rara vez mostraba compasión, se conmovió profundamente. Por un momento, el inframundo quedó en silencio, y las almas de los muertos, que vagaban sin fin, se detuvieron para escuchar la melodía.

Hades, incapaz de resistir la pureza del amor de Orfeo, ofreció una única oportunidad: Eurídice podría seguir a Orfeo de vuelta al mundo de los vivos, pero bajo una condición. Durante todo el trayecto, ella caminaría detrás de él, y Orfeo no debía volverse para mirarla hasta que ambos hubieran alcanzado la luz del sol. Si rompía esta promesa, Eurídice volvería al inframundo para siempre.

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Con una mezcla de esperanza y temor, Orfeo aceptó el desafío. Emprendieron juntos el largo y arduo camino de regreso a la superficie. En la penumbra del inframundo, cada paso de Orfeo estaba lleno de incertidumbre, pues no podía escuchar el sonido de los pies de Eurídice ni sentir su presencia a su lado. El silencio absoluto lo envolvía, y con cada paso su corazón latía más fuerte, temeroso de que Eurídice no estuviera realmente allí.

El umbral de la luz estaba a la vista. Solo unos pocos pasos más y habrían salido del reino de los muertos. Pero en ese último y fatídico momento, el miedo y la duda se apoderaron de Orfeo. ¿Y si los dioses lo habían engañado? ¿Y si Eurídice no lo seguía realmente? Incapaz de soportar la angustia, Orfeo se dio vuelta para mirarla.

Por un breve y desgarrador instante, sus ojos se encontraron. Allí estaba Eurídice, hermosa y etérea, apenas una sombra flotante a punto de cruzar a la vida. Pero en cuanto Orfeo la miró, el hechizo se rompió. Eurídice fue arrastrada de nuevo al inframundo, desvaneciéndose en el aire como un susurro. Orfeo extendió la mano, pero solo alcanzó el vacío. Había perdido a su amada para siempre.

Orfeo intentó volver al inframundo para recuperarla, pero esta vez las puertas estaban cerradas para él. Desolado y consumido por la pena, vagó por la tierra, tocando su lira con canciones de dolor y soledad, hasta que la misma naturaleza lloró con él. Su vida, una vez llena de luz y música, quedó sumida en una melancolía eterna. Al final, fue asesinado por las Ménades, seguidoras de Dionisio, quienes lo desmembraron en su frenesí. Sin embargo, su lira y su cabeza fueron llevadas al cielo, donde, según el mito, aún cantan en las estrellas.

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La Escultura de Rodin

La escultura de "Orfeo y Eurídice" de Auguste Rodin captura con maestría este momento trágico. En esta obra, se puede ver a Orfeo al borde del umbral entre el inframundo y el mundo de los vivos. Su cuerpo está tensado, atrapado en el instante en que duda, justo antes de cometer el error fatal de mirar atrás.

Eurídice, representada como un espíritu flotante, está envuelta en una atmósfera etérea, casi transparente, lo que refuerza su condición fantasmal. Ella parece alzarse desde la oscuridad del inframundo, a punto de unirse a la luz del mundo superior, pero todavía distante y fuera del alcance de Orfeo. El contraste entre las figuras de Orfeo, sólido y físico, y Eurídice, delicada y efímera, simboliza la tensión entre el mundo de los vivos y los muertos.

La posición de Orfeo, con su rostro marcado por la duda, encapsula la tragedia del mito: el héroe está a solo un paso de salvar a su amada, pero el miedo y la incertidumbre lo llevan a perderla para siempre. La escultura logra transmitir no solo el drama del mito, sino también la angustia y el sufrimiento de Orfeo en su intento fallido de desafiar al destino y al inframundo.

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LA OBRA

Orfeo y Eurídice
Auguste Rodin
modelado alrededor de 1887, tallado en 1893
Mármol
Dimensiones: 123,8 × 79,1 × 64,5 cm, 388,3 kg
Escultura