La historia comenzó en el templo de Apolo, bajo la luz plateada de la luna. Casandra, apenas una adolescente, había jurado servir al dios, atraída por su aura divina y su promesa de conocimiento. Apolo, deslumbrado por su devoción y su rostro, que parecía esculpido por las musas, le ofreció el don de la profecía a cambio de su amor. Casandra, con el corazón puro pero resuelto, aceptó el don, pero rechazó al dios, declarando que su alma pertenecía solo a su ciudad y a su fe. Enfurecido, Apolo, incapaz de revocar su regalo, lanzó una maldición cruel: Casandra vería el futuro con claridad cristalina, pero nadie creería sus palabras. Desde ese momento, sus visiones se convirtieron en un tormento, un grito atrapado en su garganta que el mundo ignoraba.
Las noches de Casandra se llenaron de pesadillas. Veía los muros de Troya ardiendo, la sangre de sus hermanos corriendo como ríos, y el caballo de madera, un engaño mortal, entrando triunfal en la ciudad. Corría a los salones de Príamo, su padre, suplicando que escuchara, pero sus palabras eran risas para los cortesanos, sus advertencias, locura para los sacerdotes. Hécuba, su madre, la abrazaba con lágrimas, pero incluso ella dudaba. Casandra, sola en su verdad, sentía el peso de un destino que no podía cambiar. Su corazón, roto por la incredulidad, buscó refugio en la única diosa que podía entender su lucha: Palas Atenea, la de ojos grises, diosa de la sabiduría y la guerra, protectora de las ciudades y las almas valientes.
Una noche, bajo un cielo cuajado de estrellas, Casandra huyó al templo de Atenea, situado en la cima de la acrópolis troyana. El santuario, iluminado por antorchas, estaba adornado con escudos y lanzas, símbolos del poder de la diosa. Frente a la estatua de Atenea, tallada en mármol blanco, Casandra cayó de rodillas, sus manos temblando mientras tocaban el pedestal frío. “¡Oh, Palas Atenea, hija de Zeus, tú que ves la verdad en el caos, escúchame!” gritó, su voz quebrándose como olas contra las rocas. “Soy Casandra, maldita por Apolo, condenada a ver la ruina de mi pueblo sin poder salvarlo. Mi corazón arde, mi alma se desgarra. ¡Dame tu fuerza, tu protección, para soportar este tormento!”
El templo pareció estremecerse. Las antorchas parpadearon, y un viento frío recorrió el santuario, como si la propia Atenea hubiera descendido del Olimpo. Casandra, con lágrimas surcando su rostro, alzó los ojos hacia la estatua. La mirada de mármol de la diosa, severa pero compasiva, parecía perforar su alma. En ese instante, una visión nueva la envolvió: no era de fuego ni sangre, sino de un campo dorado, donde una mujer con armadura brillante le tendía una mano. “Casandra,” susurró una voz, profunda como el trueno y suave como el alba, “tu sufrimiento es tu fuerza. No puedo deshacer la maldición de Apolo, pero te ofrezco mi escudo. Con él, tu verdad brillará, aunque el mundo sea ciego.”
Casandra, temblando, sintió una energía cálida recorrer su cuerpo. Atenea, la diosa que valoraba la estrategia sobre la pasión, había reconocido en ella un espíritu indomable. “Jura servirme,” continuó la voz, “y te daré el coraje para enfrentar tu destino. Serás mi voz en Troya, aunque tus palabras caigan en oídos sordos. Y cuando la ciudad caiga, tu legado perdurará, un faro para los que buscan la verdad.” Casandra, con el corazón latiendo como un tambor de guerra, juró lealtad. “Por ti, Atenea, soportaré la maldición. Por ti, gritaré hasta que mi voz se apague.”
Desde ese pacto, Casandra cambió. Sus visiones, aunque dolorosas, ya no la quebraban. Caminaba por Troya con la cabeza alta, su manto ondeando como el estandarte de Atenea. Cuando predijo la llegada del caballo de madera, su voz resonó en la plaza, clara y poderosa, aunque los troyanos la llamaran loca. Cuando vio la traición de Paris y Helena, su advertencia fue un rugido, pero los príncipes la ignoraron. Incluso cuando Agamenón, el aqueo victorioso, la tomó como prisionera tras la caída de Troya, Casandra no se rindió. En Micenas, predijo su propia muerte y la del rey a manos de Clitemnestra, y aunque nadie la creyó, enfrentó su fin con la dignidad de una guerrera de Atenea.
Pero la conexión entre Casandra y Atenea no terminó con su muerte. La diosa, fiel a su promesa, aseguró que el nombre de Casandra no se desvaneciera. Los poetas griegos, como Esquilo, inmortalizaron su tragedia en la Orestíada, donde su voz resuena como un eco de la verdad ignorada. Los artistas, siglos después,逮 la pintaron y esculpieron, capturando su angustia y su fuerza. En el Jardín de las Tullerías, en el París del siglo XIX, una escultura imaginada por un soñador anónimo representaba a Casandra arrodillada ante una estatua de Atenea, suplicando protección. Esta obra, perdida en el tiempo, simbolizaba el pacto eterno entre la profetisa y la diosa, un momento de comunión que trascendía la mitología para hablar al corazón humano.
La relación entre Casandra y Atenea era más que un mito; era un canto a la resistencia. Casandra, maldita por un dios caprichoso, encontró en Atenea no solo una protectora, sino una aliada que entendía el valor de la verdad, aunque fuera rechazada. Atenea, a menudo distante, se conmovió por la joven que, a pesar de su dolor, nunca renunció a su deber. Juntas, formaron un vínculo que desafió el Olimpo, un testimonio de que incluso en la tragedia, la sabiduría y el coraje pueden brillar.
En el ocaso de Troya, cuando las llamas devoraban los muros y los gritos llenaban el aire, Casandra, encadenada, alzó los ojos al cielo. “Atenea,” susurró, “gracias por tu escudo.” En ese momento, una lechuza, símbolo de la diosa, voló sobre ella, su silueta recortada contra el fuego. Casandra sonrió, sabiendo que su verdad, aunque ignorada, viviría en los siglos por venir. Atenea, desde su trono celeste, asintió, su mirada gris brillando con orgullo. La profetisa, su protegida, había cumplido su juramento, y su legado, como las estrellas, nunca se apagaría.