Desde que tengo memoria, he sentido el susurro del agua en mis oídos, un murmullo constante que me envuelve y me arrastra a un mundo de corrientes y remolinos. Nací de las profundidades del mar, en un lugar donde la luz del sol apenas llega y las sombras danzan con la bioluminiscencia de las criaturas abisales.

Soy Ondina, una ninfa de las aguas, una criatura mágica que habita entre dos mundos: el de los humanos y el de las profundidades. Mis primeros recuerdos están impregnados del sabor salado del mar y del tacto frío de las algas enredándose en mi piel. Crecí en un palacio de coral y nácar, rodeada de una familia que no conocía la vejez ni la enfermedad. Mi madre, la reina de las aguas, me enseñó desde pequeña a entender el lenguaje del mar: el canto de las ballenas, el susurro de las corrientes y el lamento de los barcos hundidos. Cada sonido era una historia, y yo me empapaba de ellas como una esponja absorbe el agua.

Mi vida cambió el día en que conocí a un humano. Estaba explorando los arrecifes cercanos a la superficie, fascinada por las luces que bailaban en el agua cuando el sol se reflejaba en las olas. Fue entonces cuando vi una sombra oscura que se movía torpemente entre las rocas. Me acerqué con cautela, oculta entre las algas, y lo vi: un joven caballero, con los ojos llenos de asombro y una sonrisa que irradiaba calidez. Había caído de su caballo y estaba a la deriva, sin rumbo y sin esperanza.

Sentí una oleada de compasión y, sin pensarlo, lo rescaté. Lo llevé a una cueva submarina donde la luz se filtraba a través de las grietas en la roca, creando un espectáculo de colores. Allí, cuidé de él, le di de beber agua dulce de una fuente subterránea y lo alimenté con frutos del mar. Poco a poco, el joven recobró sus fuerzas y comenzó a hablarme de su mundo. Me contó sobre las ciudades bulliciosas, las montañas que se alzaban hacia el cielo y los bosques llenos de vida. Sus palabras eran un hechizo que me hacía soñar con lugares más allá del horizonte.

Ondina 1843 Eduard Steinbruck

A medida que pasaban los días, nuestra amistad se profundizaba y se convirtió en amor. Me enseñó a hablar su idioma y yo le mostré los secretos del océano. Le enseñé a respirar bajo el agua, a moverse con la gracia de un pez y a escuchar las voces del mar. Pero, a pesar de la felicidad que compartíamos, siempre sentía una sombra de tristeza en sus ojos. Extrañaba su hogar, su familia, su vida en la superficie.

Un día, me pidió que lo acompañara de regreso. Aunque mi corazón se rompía al pensar en separarme de él, sabía que no podía retenerlo. Decidí seguirlo a la tierra, renunciando a mi inmortalidad para estar a su lado. Vivimos felices durante un tiempo, pero pronto comenzaron a aparecer grietas en nuestra relación. El amor que nos había unido parecía desvanecerse, y mi amado comenzó a alejarse de mí.

Un día, descubrí la traición. Lo encontré en brazos de otra mujer, jurándole el amor eterno que una vez me había prometido a mí. Llena de dolor y furia, lo confronté. Él, en su arrogancia, negó sus promesas y rompió el juramento que me había hecho. En mi desesperación, recordé la maldición que todas las ondinas llevamos en nuestro ser: aquel que rompa su juramento de amor a una ondina, perderá su aliento y morirá.

Así sucedió. Al romper su promesa, mi amado fue condenado. Cada respiración se volvió más difícil para él, como si el aire mismo le fuera negado. Intenté salvarlo, arrepentida de haber invocado la maldición, pero era demasiado tarde. Lo vi morir, su último suspiro robado por las olas que una vez nos unieron.

Tras su muerte, volví al océano, llevándome el peso de mi dolor y la culpa. Mi corazón, roto y lleno de arrepentimiento, me hizo comprender la fragilidad de los vínculos humanos y la fuerza destructiva del amor traicionado. Me convertí en una guardiana solitaria de los mares, protegiendo a aquellos que respetaban la naturaleza y castigando a los que la despreciaban.

Con el paso del tiempo, mi historia se convirtió en leyenda, una advertencia sobre los peligros de traicionar el amor de una ondina. Los humanos comenzaron a hablar de un "síndrome de Ondina", una condición en la que aquellos afectados no podían respirar de manera autónoma y necesitaban recordatorios constantes para hacerlo, como si la maldición de mi amor perdido persistiera en el mundo mortal.

El "síndrome de Ondina" existe realmente en el mundo humano, aunque bajo un nombre médico más preciso: el síndrome de hipoventilación alveolar central congénita. Aquellos que lo padecen deben estar conectados a ventiladores para sobrevivir, ya que sus cuerpos no recuerdan respirar por sí mismos cuando duermen. Es una maldición moderna, un eco de mi propia historia de amor y traición.

Mi historia es una de amor y pérdida, de descubrimiento y aprendizaje. He vivido entre dos mundos, aprendiendo de ambos y encontrando mi lugar en la intersección de tierra y mar. Y aunque todavía hay momentos en los que me siento dividida, sé que he encontrado mi propósito. Soy Ondina, la guardiana de las aguas, y mi misión es recordar a la humanidad la importancia de la lealtad y el respeto, tanto entre ellos como hacia la naturaleza.

LA OBRA

Ondina
1843
Eduard Steinbrück

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