Una promesa letal (La historia de Aquiles) El sol se había ocultado bajo el horizonte, pintando el cielo de un rojo profundo, casi como si la sangre se hubiese derramado sobre el firmamento. Desde nuestra guarida bajo las olas, observábamos con ojos atentos y ansiosos. Soy Thalassa, líder de las sirenas de estos mares. Mis hermanas y yo habíamos esperado este momento con una mezcla de anticipación y hambre voraz.

“Ligeia, Actea, Ephyra, Thoe,” mis hermanas me observaron... -¡Ya es tiempo!.

Asintieron con rostros resueltos. Nos deslizamos silenciosamente por debajo de las olas, nuestras colas cortando el agua con una gracia letal. Cada movimiento calculado, cada pensamiento enfocado en nuestra presa: un barco que se adentraba en nuestras aguas, sin saber el destino que le esperaba.

Eran las embarcaciones de los hombres las que nos proporcionaban entretenimiento y sustento. Los marineros, con su arrogancia y sus cánticos despreocupados, eran tan fáciles de seducir y arrastrar hacia su perdición. Pero esta noche, el aire olía diferente. Había una sensación extraña que no lograba identificar del todo.

Nos colocamos en posición, nuestras voces resonando suavemente entre las corrientes, probando la fuerza del hechizo que estaba por desatarse. La melodía comenzó a surgir de nuestros labios, una canción antigua, cargada de promesas y deseos. Los marineros, siempre tan vulnerables a nuestros encantos, serían atraídos hacia nosotras como polillas a la llama.

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Sin embargo, algo en el barco nos desconcertó. Un hombre alto y corpulento permanecía firme en el timón, su expresión era severa y decidida. Reconocí su figura por las historias que se contaban en las profundidades: Aquiles, el héroe invencible, el guerrero cuyos pies jamás habían tocado el suelo de nuestras arenas. Había escuchado leyendas sobre él, pero nunca pensé que el destino nos llevaría a enfrentarnos.

Aquiles parecía percatarse de nuestro canto. Gritó órdenes a su tripulación, hombres endurecidos por la batalla y el mar. Pero aun así, uno por uno, comenzaron a sucumbir a nuestra melodía. Veíamos cómo sus miradas se volvían vidriosas, sus manos soltando cuerdas y remos, moviéndose hacia los costados del barco, intentando alcanzar las ilusorias visiones que nuestras voces les prometían.

“Ligeia, a estribor. Ephyra, a babor,” ordené, mientras nuestras voces se alzaban en una sinfonía hipnótica. Thoe y Actea, acechaban a los caidos.
Aquiles, astuto y desesperado, hizo algo que no esperábamos. Con movimientos rápidos y decididos, pidió sera atado al mástil mayor del barco. Luego, tomó cera y la colocó en sus oídos, bloqueando nuestra canción. Gritó instrucciones a sus hombres más cercanos, que, siguiendo su ejemplo, empezaron a hacer lo mismo. Fue una jugada brillante, una que ningún otro marinero había intentado antes.

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El hechizo, aunque poderoso, comenzó a quebrarse ante su resistencia. Podía sentir la frustración entre mis hermanas. Los hombres que no lograron sellar sus oídos estaban perdidos, lanzándose al mar en una loca carrera hacia nosotras, sus cuerpos hundiéndose bajo las olas mientras mis hermanas los llevaban a las profundidades.

El capitán permanecía inmune, atado y sordo a nuestro llamado. Sus ojos, llenos de furia y determinación, nos desafiaban a cada momento. Mis hermanas y yo redoblamos nuestros esfuerzos, intensificando la dulzura y la promesa de nuestra canción, pero era en vano, el había encontrado la manera de resistir, y su voluntad era inquebrantable.

El barco, sin embargo, era un caos. Muchos marineros yacían muertos o moribundos, víctimas de nuestra emboscada. Pero Aquiles, en su desafío, había salvado a unos pocos. Lentamente, el barco comenzó a alejarse, empujado por las corrientes y las pocas manos aún capaces de maniobrarlo.

La victoria era nuestra, aunque incompleta. Habíamos reclamado muchas vidas, pero no la del hombre que se alzaba ante nosotras como, conoceríamos tiempo después, una leyenda viviente. Mientras el barco se alejaba, nuestras voces se desvanecieron en el viento, llevándose consigo las promesas de amor y muerte que nunca serían cumplidas.
“Volveremos a encontrarnos” murmuré, mi voz apenas audible sobre el rugido de las olas.

Mis hermanas y yo nos sumergimos de nuevo en las profundidades, llevando con nosotras los cuerpos inertes de aquellos que habíamos atrapado. La noche, aunque teñida de victoria, dejaba un sabor agridulce en nuestras bocas. Pero sabíamos que el mar, con su eterna paciencia, nos brindaría otras oportunidades.

Porque en las profundidades del océano, el tiempo no tiene significado, y nuestras canciones siempre encuentran nuevos oídos que seducir.
Somos Sirenas, depredadoras del mar. Peligrosas, despiadadas, seductoras. Criaturas perfectas, con un claro objetivo. Atraer, seducir y devorar...

LAS OBRAS

La doncella del mar
Herbert James Draper
1894
Oleo sobre lienzo

Ulises y las sirenas
Herbert James Draper
1909
oleo sobre lienzo

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