En las polvorientas y laberínticas calles de ciudades antiguas como Damasco, Estambul o Marrakech, se escondían mundos secretos, lugares de belleza y misterio que pocas veces eran vistos por ojos extranjeros: los harenes. Estas zonas resguardadas eran el corazón privado de los grandes palacios y casas nobles del mundo islámico, una esfera donde el tiempo y las emociones fluyen de forma distinta a la vida bulliciosa del exterior. El harem, palabra derivada del árabe *haram*, que significa "prohibido" o "sagrado", era un recinto reservado principalmente a las mujeres, donde los hombres ajenos a la familia directa tenían prohibida la entrada. Este término cargaba un peso simbólico de protección, resguardo y, en ocasiones, fascinación.

El mito del harem ha sido históricamente tergiversado y adornado por la imaginación occidental, especialmente durante el auge del *orientalismo* en los siglos XVIII y XIX. Para muchos en Europa, el harem era un lugar envuelto en una bruma de exotismo, lujo y sensualidad. Sin embargo, la realidad de estos espacios era más compleja, abarcando una diversidad de emociones, desde la camaradería y la rutina cotidiana hasta la ambición y la rivalidad. Eran escenarios donde las mujeres, a menudo esposas, concubinas e hijas de los hombres poderosos, forjaban alianzas y luchaban por el favor y la atención del jefe del hogar.

Un día en el harem comenzaba temprano, cuando los primeros rayos del sol se filtraban por los *mashrabiyas* (las celosías de madera finamente talladas que cubrían las ventanas) proyectando sombras intrincadas sobre las paredes de mosaicos y mármol. Las mujeres del harem se dedicaban a una variedad de actividades: algunas bordaban tejidos suntuosos, otras tocaban instrumentos de cuerda o cantaban canciones que hablaban de amor y añoranza. Las más jóvenes, quizás hijas de concubinas o damas de la servidumbre, eran enseñadas en las artes de la conversación, la danza y la poesía. Era un microcosmos regido por reglas tácitas, donde cada mujer, sin importar su origen, aspiraba a mejorar su posición y asegurar un futuro para sus hijos.

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La vida en el harem no era únicamente una cuestión de lujo y ocio; la política también era una fuerza omnipresente. Las mujeres que habitaban estos espacios tenían voz e influencia, aunque sus acciones se manifestaban en los susurros de los corredores, en las cartas y mensajes enviados a escondidas, y en las alianzas secretas. Un ejemplo famoso es el de Roxelana, también conocida como Hürrem Sultan, la esposa del sultán Suleimán el Magnífico, quien no solo ganó el amor de su esposo, sino que también influyó notablemente en la política del imperio otomano.

La imagen popular del harem, sin embargo, se desvirtuó a lo largo de los siglos debido a la fascinación que provocaba en artistas y escritores europeos. Pintores como Eugène Delacroix y Jean-Léon Gérôme recrearon estas escenas desde una óptica más fantasiosa que realista, evocando atmósferas cargadas de erotismo y opulencia. Para los artistas del siglo XIX, el harem se convirtió en un símbolo de un Oriente exótico, cargado de misterio y sensualidad, en parte reflejando los deseos reprimidos y las fantasías del mundo occidental.

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En este contexto es donde se sitúa la obra *La luz del harem*, de Frederick Leighton. Leighton, pintor y escultor británico, fue una de las figuras destacadas del movimiento artístico victoriano y del orientalismo. Como muchos de sus contemporáneos, se dejó cautivar por las historias e imágenes del Oriente, las cuales plasmó en lienzos que capturaban una visión romántica y a menudo idealizada de la vida en esos lugares.

La obra *La luz del harem* es una ventana al mundo que fascinaba a Occidente. En ella, Leighton nos presenta una escena que combina elementos de ternura y serenidad. La composición es dominada por la figura de una mujer, posiblemente una concubina o una de las damas de la nobleza, que aparece descansando sobre suaves cojines y tejidos ricamente bordados. La luz, que entra de manera sutil por una ventana parcialmente cubierta, se derrama sobre su piel y realza los tonos cálidos y dorados que rodean la escena. Los colores suaves, que van desde los beiges hasta los tonos de oro y ámbar, impregnan el ambiente de una sensación de paz y aislamiento.

La mujer parece sumida en un momento de reflexión o nostalgia, su rostro es sereno y sus ojos, aunque fijos en un punto distante, sugieren una historia que queda fuera del alcance del espectador. Esta pose melancólica y reservada recuerda la percepción occidental de que la vida en el harem era tanto un paraíso dorado como una jaula de lujo. Las pinceladas de Leighton, suaves y precisas, capturan el juego de luces y sombras que insinúan tanto la calidez de la escena como la frialdad de un mundo confinado.

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Más allá de la mera representación de belleza femenina, el cuadro invita a una contemplación más profunda sobre la dualidad del espacio: es un lugar de encanto, pero también de espera y de anhelos nunca expresados. La mujer, representada con un vestido suelto y sencillo, contrasta con la riqueza del entorno. Esta elección de vestuario subraya la individualidad y humanidad de la figura en contraste con la idea genérica y colectiva del harem como un espacio homogéneo.

*La luz del harem* no es solo una pintura sobre la feminidad y la belleza; es un testimonio de la curiosidad y la intriga que los mundos orientales provocaban en la imaginación occidental. Leighton, al igual que otros pintores orientalistas, se alejó de la realidad histórica y etnográfica del harem, pero consiguió capturar la atmósfera de un lugar donde los sueños y las realidades se entrelazan, envueltos en el brillo de una luz que promete tanto revelación como misterio.

Los harenes fueron más que los recintos privados que popularmente se asocian con imágenes sensuales y lujo desmedido; fueron también espacios de poder y emoción, de vida cotidiana y relaciones complejas. Y en el cuadro de Leighton, esa esencia queda atrapada en la figura de una mujer solitaria, que bajo la luz suave de la tarde parece llevar consigo los ecos de una historia que aún espera ser contada.

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LA OBRA

La Luz del Harén
Federico Leighton
(c.1880)