Había pasado la noche en oración, susurrando palabras al Dios que había guiado su vida. Era una chica instruida, más culta que muchas de su tiempo, pero su inteligencia y fe no habían sido suficientes para salvarla de las intrigas políticas que la habían convertido, sin quererlo, en una pieza en el juego de poder entre su familia y la corona.
A lo lejos, se escuchaban los murmullos de los guardias. Su esposo, Guildford Dudley, había sido ejecutado esa misma mañana, y la noticia le había llegado en forma de un silencio sepulcral que lo decía todo. Jane había pedido despedirse de él, pero esa pequeña misericordia le fue negada. Ahora, estaba sola, enfrentando el destino que otros habían decidido por ella.
Cuando la puerta de su celda se abrió, entró el Teniente de la Torre, Sir John Brydges. Su rostro mostraba una mezcla de compasión y obligación. Con un movimiento respetuoso, le indicó que era hora. Jane se levantó con una calma que sorprendió incluso al veterano oficial. Sus manos, temblorosas pero firmes, sostenían un pequeño libro de oraciones.
El trayecto hasta el patíbulo fue breve, pero cada paso resonaba en el corazón de Jane como un eco eterno. Subió las escaleras de madera con la ayuda de Brydges, y allí estaba el verdugo, una figura sombría y silenciosa con el rostro cubierto. El bloque de ejecución, de madera pulida, parecía esperar pacientemente su turno en el drama.
Jane se volvió hacia la pequeña multitud que se había reunido, principalmente soldados y algunos funcionarios de la corte. “Espero en misericordia ser salvada”, dijo con una voz clara, que resonó en el aire como un himno. “No soy culpable de haber tomado el trono, pero acepto mi destino con la esperanza de que mi muerte sea para el bien de este reino”.
Con estas palabras, se arrodilló frente al bloque. Sir John le ofreció un vendaje para los ojos. Jane lo aceptó, pero en cuanto lo tuvo sobre su rostro, extendió las manos, buscando a ciegas el bloque de madera. “¿Dónde está?”, preguntó en voz baja, su tono cargado de una vulnerabilidad que partió el alma de quienes la escucharon. Brydges, con delicadeza, tomó sus manos y las guió hasta el lugar.
Se acomodó lentamente, recitando en susurros las palabras de un salmo. El verdugo, silencioso y firme, tomó su hacha y se posicionó. Hubo un instante de silencio absoluto, en el que el tiempo pareció detenerse, como si el mundo entero contuviera la respiración.
Y luego, en un solo golpe, todo terminó.
El cuerpo de Jane fue tratado con cuidado, envuelto en una tela sencilla y llevado al lugar de descanso final. En el aire, quedó una sensación de pérdida, no solo de una vida joven, sino de un espíritu que había mostrado una valentía inesperada en sus últimos momentos.
La Torre de Londres, testigo de incontables tragedias, se convirtió ese día en el escenario de una historia que resonaría a través de los siglos. Lady Jane Grey, la Reina de los Nueve Días, murió no como una figura política, sino como una joven llena de fe, dignidad y una entereza que pocos podrían haber imaginado.
Su legado vive, no en los tronos o en los palacios, sino en las lecciones que dejó: la fortaleza ante la adversidad, la aceptación del destino y la belleza de un alma que, incluso en los momentos más oscuros, se mantuvo luminosa.
La pintura de Delaroche captura el momento culminante de esta tragedia histórica. En una oscura y sombría estancia que representa la Torre de Londres, se observa a Lady Jane, vestida con un delicado vestido blanco que simboliza su pureza e inocencia. Sus ojos están vendados, y sus manos, temblorosas, buscan a tientas el bloque de ejecución. A su lado, Sir John Brydges, el Teniente de la Torre, la asiste con una mezcla de compasión y deber, guiando sus manos hacia el lugar donde descansará su cabeza. La expresión de Jane refleja una combinación de miedo y resignación, mientras que el verdugo, de pie y vestido de rojo, espera solemnemente el momento de cumplir con su tarea.
La composición de la obra es meticulosa. Delaroche utiliza contrastes de luz y sombra para enfatizar la inocencia de Jane frente a la oscuridad de su destino. El uso de colores oscuros en el fondo resalta la figura central de Lady Jane, iluminada de manera que casi parece irradiar luz propia. Esta técnica no solo dirige la atención del espectador hacia la protagonista, sino que también evoca una sensación de tragedia inminente.
Cuando "La ejecución de Lady Jane Grey" fue exhibida por primera vez en el Salón de París de 1834, causó un impacto significativo. El público y la crítica quedaron impresionados por la capacidad de Delaroche para transmitir emociones profundas y por su habilidad para recrear con precisión histórica un evento tan conmovedor. Sin embargo, no estuvo exenta de críticas. Algunos, como el escritor y crítico Théophile Gautier, cuestionaron la dramatización de la escena, sugiriendo que apelaba demasiado a las emociones del espectador. A pesar de ello, la obra consolidó la reputación de Delaroche como uno de los pintores más destacados de su tiempo.
La historia de la pintura en sí es también digna de mención. En 1928, una inundación en la Tate Gallery de Londres dañó severamente varias obras de arte, y se creyó que "La ejecución de Lady Jane Grey" había sido destruida. Sin embargo, en la década de 1970, durante una revisión de los almacenes del museo, el lienzo fue redescubierto y restaurado meticulosamente. Desde entonces, ha sido exhibido en la National Gallery de Londres, donde continúa siendo una de las piezas más admiradas por los visitantes.
La ejecución de Lady Jane Grey es un recordatorio poderoso de cómo el arte puede capturar y preservar momentos históricos, transmitiendo emociones y narrativas que resuenan a lo largo del tiempo. La maestría de Paul Delaroche al plasmar este trágico episodio nos invita a reflexionar sobre la fragilidad de la vida y las vicisitudes del destino humano.
LA OBRA
La ejecución de Lady Jane Grey
Pablo Delaroche
1833
óleo sobre lienzo
Altura: 246 cm; anchura: 297 cm
Galería Nacional de Londres