La profecía de un Mesías, un rey que liberaría a Israel, no era nueva. Pero para Herodes, cualquier indicio de un rival era una daga invisible apuntando a su trono. Los magos, guiados por una estrella, buscaban al niño en Belén, y Herodes, con una sonrisa tensa y un brillo frío en los ojos, les pidió que regresaran con noticias. Sin embargo, alertados en un sueño, los magos huyeron por otro camino. La traición —o lo que Herodes percibió como tal— desató su furia. Si no podía encontrar al niño exacto, eliminaría la amenaza por completo. Ordenó algo impensable: la muerte de todos los varones menores de dos años en Belén y sus alrededores.
Imagina el silencio de la noche roto por el sonido de botas romanas marchando sobre la tierra seca. Los soldados, con rostros endurecidos por la obediencia ciega, irrumpen en hogares humildes. Las madres, con los ojos abiertos de terror, aferran a sus hijos mientras las espadas destellan bajo la luz de las antorchas. Gritos desgarradores llenan el aire, un coro macabro que se eleva hacia un cielo indiferente. La sangre tiñe las piedras de las calles, y los cuerpos pequeños, envueltos en harapos, yacen inmóviles. Herodes, desde su palacio, no escucha los lamentos; su mente está demasiado ocupada calculando cómo preservar su poder.
La narrativa bíblica y su eco inquietante
El relato, según Mateo 2:16-18, conecta este horror con una profecía de Jeremías: "En Ramá se oyó una voz, lamento y llanto amargo; Raquel llora por sus hijos y no quiere ser consolada, porque ya no están". Estas palabras, originalmente un lamento por el exilio de Israel, adquieren aquí una dimensión escalofriante, como si el tiempo mismo se doblegara para dar testimonio de la masacre. Sin embargo, la historia no ofrece detalles sangrientos; su brevedad la hace aún más perturbadora, dejando que la imaginación llene los huecos con imágenes de caos y desesperación.
No hay registros históricos fuera de la Biblia que confirmen este evento. Historiadores como Flavio Josefo, que documentó minuciosamente las atrocidades de Herodes, no mencionan la matanza de Belén. Esto ha llevado a debates: ¿fue un hecho real o una construcción teológica? Belén era un pueblo pequeño, y la muerte de unos pocos niños —quizá entre 20 y 30, según estimaciones basadas en la población— podría haber pasado desapercibida en un reinado lleno de brutalidades mayores. Pero la ausencia de pruebas no disminuye el peso del relato; su poder radica en su simbolismo: el inocente sacrificado por el miedo del tirano.
Derivaciones en la historia y la cultura
La Matanza de los Inocentes se convirtió en un motif recurrente en el cristianismo, un recordatorio del costo de la redención divina y la maldad humana. En la Edad Media, la Iglesia lo conmemoró el 28 de diciembre como el Día de los Santos Inocentes, una fecha que mezcla duelo y paradoja, pues en algunos lugares derivó en bromas y travesuras, un giro macabro que parece burlarse del horror original. Los "niños mártires" fueron venerados como los primeros sacrificados por Cristo, sus muertes un preludio al destino del Salvador.
En el arte, la escena inspiró obras cargadas de pathos. Pintores como Giotto y Rubens la retrataron con un dramatismo que corta el aliento: madres desgarradas, soldados implacables, y un cielo que parece cerrarse sobre la tragedia. La literatura también la acogió; en las Coventry Carol, una canción medieval inglesa, una madre canta una nana fúnebre a su hijo condenado: "Herodes, el rey, en su furia, ha arrebatado a mi pequeño esta noche". Las notas flotan como un lamento espectral, un susurro que atraviesa el tiempo.
Pero la historia también plantea preguntas inquietantes. ¿Qué lleva a un hombre a tal extremo? La paranoia de Herodes no es un caso aislado; resuena en tiranos a lo largo de la historia, desde Nerón hasta dictadores modernos, que han masacrado a inocentes para aferrarse al poder. Y las madres de Belén, ¿no son un eco de las mujeres que, en guerras y genocidios, han visto a sus hijos arrancados de sus brazos? La Matanza de los Inocentes trasciende su marco bíblico; es una herida abierta en la conciencia colectiva.
La obra de François-Joseph Navez: un lienzo de horror y humanidad
Ahora, llegamos al lienzo de François-Joseph Navez, pintado en 1824, una obra que encapsula esta tragedia con una intensidad que eriza la piel. Navez, un neoclasicista belga, no se conforma con una representación distante; su Matanza de los Inocentes es un grito visual, un testimonio de la brutalidad y el dolor. La composición es claustrofóbica: figuras entrelazadas en un espacio que parece colapsar bajo el peso de la violencia. Los soldados, con rostros fríos y movimientos mecánicos, levantan sus armas contra niños que se retuercen en brazos de sus madres. La paleta de colores, dominada por tonos oscuros y rojos sangrientos, intensifica la sensación de fatalidad.
En el centro, una madre se aferra a su hijo con una desesperación que trasciende el lienzo. Sus ojos, abiertos en un grito silencioso, parecen perforar al espectador, exigiendo que no apartemos la mirada. Otra figura, desplomada, sostiene un cuerpo inerte; la curva de su espalda es un arco de derrota. Navez no idealiza: hay sangre, hay caos, hay una crudeza que rechaza cualquier consuelo. Sin embargo, en medio del horror, hay una belleza inquietante en la humanidad de las víctimas, en su lucha fútil pero profundamente sentida.
La pintura conecta directamente con el relato de Mateo, pero también lo amplifica. Mientras el texto bíblico es parco, Navez llena el silencio con detalles visceralmente humanos. No hay Herodes aquí, solo sus consecuencias; el rey permanece como una sombra invisible, un titiritero cruel cuyos hilos desatan la carnicería. La obra, exhibida en el Museo Real de Bellas Artes de Bélgica, sigue perturbando a quienes la contemplan, un recordatorio de que el arte puede ser un espejo de lo más oscuro del alma.
La historia de Herodes y la Matanza de los Inocentes, con su mezcla de verdad y mito, sigue siendo un relato que incomoda. Nos enfrenta al abismo del poder absoluto y al precio que pagan los indefensos. Navez, con su pincel, no solo ilustra este episodio; lo transforma en una acusación eterna, un lienzo donde el llanto de Raquel resuena aún. Mientras el rey paranoico se pudre en su tumba, las voces de los inocentes —y las manos que los pintaron— perduran, susurrando una advertencia que nunca debemos ignorar.
LA OBRA
La masacre de los inocentes
François Joseph Navez
Fecha: 1824
Medio: Óleo sobre lienzo
Dimensiones: 46 x 52 3/4 pulgadas (117 x 134 cm)
Metropolitan Museum
New York