En la Roma del siglo III, bajo el reinado del emperador Diocleciano, una joven de apenas trece años, Filomena, caminaba entre las sombras de un mundo hostil al cristianismo. Nacida en la isla griega de Corfú, era hija de un rey que, junto a su esposa, se había convertido al cristianismo gracias a la prédica de un médico romano, Publius. Bautizada como "Lumina" por haber nacido bajo la luz de la fe, Filomena —cuyo nombre significa "amante de la luz"— creció con un corazón ardiente, dedicado a Cristo. A los once años, juró castidad, prometiendo su vida a Dios, un voto que la llevaría a enfrentar un destino de martirio.

La historia de Filomena comienza con un viaje fatídico. Diocleciano, en su afán expansionista, amenazó con declarar la guerra al reino de su padre. Para negociar la paz, la familia real viajó a Roma, donde la belleza y la gracia de Filomena captaron la atención del emperador. En un banquete, Diocleciano, deslumbrado, le propuso matrimonio, ofreciéndole riquezas y poder. Pero Filomena, con la serenidad de quien conoce su propósito, rechazó al emperador, declarando que su corazón pertenecía únicamente a Cristo. Enfurecido por el rechazo, Diocleciano ordenó su encarcelamiento, iniciando una serie de tormentos destinados a quebrar su espíritu.

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Encadenada en una celda oscura, Filomena enfrentó el hambre, el frío y la soledad. Sin embargo, su fe la sostuvo. Cuenta la tradición que, en sus momentos de mayor desesperación, la Virgen María se le apareció, acompañada de ángeles, prometiéndole fortaleza. Los soldados de Diocleciano intentaron ahogarla atándola a un ancla y arrojándola al Tíber, pero los ángeles la salvaron, elevándola milagrosamente a la superficie. Luego, la asaetearon con flechas, pero sus heridas sanaron de forma sobrenatural. Cada milagro aumentaba la furia de Diocleciano y, al mismo tiempo, convertía a muchos romanos que, asombrados, abrazaban el cristianismo ante el testimonio de su valentía.

Finalmente, agotadas las torturas, Diocleciano ordenó su decapitación. En el año 304, Filomena, con una oración en los labios y los ojos fijos en el cielo, entregó su vida. Su cuerpo fue sepultado en las catacumbas de Priscila, bajo una inscripción que rezaba: Pax Tecum Filumena ("La paz sea contigo, Filomena"). Durante siglos, su memoria permaneció oculta, hasta que, en 1802, las excavaciones en la Vía Salaria revelaron su tumba, acompañada de símbolos de martirio: un ancla, tres flechas, una palma y una flor. Este descubrimiento reavivó su culto, que se extendió rápidamente por Europa, especialmente tras la traslación de sus reliquias a Mugnano del Cardinale en 1805.

La devoción a Santa Filomena alcanzó su apogeo en el siglo XIX, cuando figuras como el Cura de Ars, Pauline Jaricot y San Pío de Pietrelcina la veneraron como "la Taumaturga", atribuyéndole numerosos milagros. Su historia, aunque envuelta en debates sobre su historicidad —la llamada "Cuestión Filoménica"— inspiró a artistas, poetas y fieles. Entre ellos, el pintor florentino Giuseppe Bezzuoli, quien en 1840 creó una de las representaciones más conmovedoras de la santa: Santa Filomena, hoy conservada en la Catedral de San Zeno en Pistoia.

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Bezzuoli, un maestro del neoclasicismo con inclinaciones románticas, capturó en esta obra los últimos instantes de Filomena antes de su martirio. La pintura muestra a una joven de belleza etérea, con el rostro sereno pero marcado por la resignación. Sus muñecas están encadenadas, símbolo de su cautiverio, y ante ella, sobre una mesa, reposa un crucifijo que parece ser el foco de su atención. Con las manos alzadas hacia el cielo, Filomena reza, su figura envuelta en una luz suave que evoca su nombre, "Lumina". Los lirios blancos junto al crucifijo aluden a su pureza, mientras que, detrás de ella, dos ángeles sostienen una cortina roja, un presagio de su inminente martirio, pero también un contraste que realza la intensidad dramática de la escena.

La obra de Bezzuoli no solo es un retrato de Filomena, sino una meditación sobre la fe inquebrantable. El artista, formado en la Academia de Bellas Artes de Florencia y discípulo de Pietro Benvenuti, había evolucionado hacia un estilo que combinaba la precisión neoclásica con la emotividad romántica. En Santa Filomena, esta fusión es evidente: la composición es equilibrada, con líneas claras y una paleta sobria, pero la expresión de la santa y los detalles simbólicos —los ángeles, la cortina, los lirios— infunden a la pintura una carga emocional que trasciende lo meramente decorativo. Bezzuoli, quien también pintó retratos de la nobleza toscana y frescos históricos, encontró en Filomena un tema que le permitió explorar la tensión entre lo divino y lo humano, un eco de su propia búsqueda artística en una época de transición.

La pintura refleja el contexto cultural de la Italia de 1840, cuando el culto a Filomena estaba en su cenit. La historia de la santa, difundida por las revelaciones de Sor María Luisa de Jesús, resonaba en una sociedad que valoraba el sacrificio y la devoción. Bezzuoli, al elegir representarla en el momento de su oración final, no solo honra su martirio, sino que invita al espectador a contemplar la fuerza de una fe que desafía la muerte. La cortina roja, sostenida por los ángeles, actúa como un telón teatral, sugiriendo que el martirio de Filomena es un drama sagrado, un acto final que la eleva al Paraíso.

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La conexión entre la historia de Filomena y la obra de Bezzuoli radica en su capacidad para transmitir esperanza en medio del sufrimiento. Filomena, en la pintura, no es una figura derrotada; su postura erguida y su mirada hacia el cielo sugieren una victoria espiritual. Esta interpretación resuena con los milagros atribuidos a la santa, como la curación de Pauline Jaricot en 1835, que consolidó su fama como intercesora. Bezzuoli, consciente de esta devoción, imbuye su obra con un aura de trascendencia, haciendo de Filomena un símbolo de resistencia y pureza.

La Santa Filomena de Bezzuoli, aunque marcada por pequeñas grietas en el lienzo, conserva un poder evocador. Su presencia en la Catedral de San Zeno no solo embellece el espacio, sino que sirve como un recordatorio de la valentía de una joven que, en un mundo pagano, eligió la luz de Cristo sobre la gloria terrenal. La obra, al igual que la vida de Filomena, desafía el paso del tiempo, invitando a los fieles a reflexionar sobre el costo de la fe y la promesa de la redención.

En la penumbra de la catedral, la pintura de Bezzuoli brilla como un faro, recordando la historia de una niña que, con su sacrificio, iluminó el mundo. Filomena, la "Hija de la Luz", vive en el lienzo, sus cadenas rotas por la eternidad, su oración un eco que resuena en los corazones de quienes buscan consuelo. A través de la visión de Bezzuoli, su legado perdura, un testimonio de que incluso en los momentos más oscuros, la fe puede transformar el dolor en gloria.

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LA OBRA

Santa Filomena
Giuseppe Bezzuoli
(1840)