En los confines del océano, donde las olas rugían como bestias desencadenadas y el cielo se desgarraba bajo la furia de los dioses, se alzaba Ogygia, una isla envuelta en brumas y susurros. Allí reinaba Calipso, la ninfa de trenzas doradas, hija de Atlas, cuya voz era un canto que doblaba el viento y cuya belleza rivalizaba con las estrellas. Su cueva, tallada en la roca viva, resplandecía con perlas y musgo, un santuario de soledad donde el eco de su melancolía resonaba como un himno eterno.

Pero el destino, cruel y caprichoso, trajo a sus orillas a Ulises, el héroe de mil astucias, y con él, una tormenta de amor y desdicha que sacudiría los cimientos de su alma inmortal. El barco de Ulises, azotado por la ira de Poseidón, señor de los yeguas, había sido arrastrado hacia Caribdis, el vórtice insaciable que devoraba todo a su paso. Las aguas rugieron, los mástiles crujieron, y la tripulación, valiente pero mortal, fue engullida sin piedad por las fauces del océano. Solo Ulises, aferrado a un mástil roto como un guerrero a su escudo, desafió la muerte. Nueve días vagó a la deriva, su cuerpo castigado por el sol y la sal, hasta que las corrientes, guiadas por un designio divino, lo arrojaron a las playas de Ogygia. Allí, Calipso lo recibió con brazos abiertos, su corazón latiendo con una pasión que no había conocido en eones.

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Ella lo acogió como a un rey caído, lo envolvió en ropas suaves y lo alimentó con frutos de su isla. Sus ojos, profundos como el abismo, se encontraron con los del héroe, y en un instante, el amor brotó como una llama en la oscuridad. Calipso, que había vivido siglos en soledad, vio en Ulises un alma digna de su eternidad. “Quédate conmigo”, susurró, su voz un canto que rivalizaba con las sirenas. “Te ofrezco la inmortalidad, la juventud eterna, un reino donde el dolor no existe”. Pero el corazón de Ulises, forjado en las llamas de Ítaca, permanecía anclado a Penélope, su esposa de cabellos oscuros, ya la tierra que lo vio nacer. Día tras día, se sentaba en la orilla, sus ojos húmedos de lágrimas, contemplando el horizonte inalcanzable.

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El Olimpo, testigo de este drama, no permaneció en silencio. Atenea, la diosa de la sabiduría, alzó su voz en defensa del héroe, y Zeus, señor del trueno, se conmovió ante su súplica. Desde las alturas, envió a Hermes, el mensajero alado, cuyas sandalias cortaban el viento como espadas. El dios descendió a Ogygia, su caduceo brillando bajo el sol, y Calipso, sorprendida, lo recibió con ambrosía y néctar rojo. “¿Qué te trae a mi exilio?”, preguntó, su tono mezclado con asombro y temor. Hermes, con la solemnidad de un heraldo, respondió: "No vengo por mi voluntad, sino por la de Zeus. Cruza mares amargos me disgusta, pero el rey de los dioses ordena: libera a Ulises. Su destino no es perecer lejos de los suyos, sino regresar a Ítaca y morir en su hogar".

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El corazón de Calipso se quebró como cristal bajo el peso de esas palabras. Había dado a luz un hijo de Ulises, un pequeño eco de su amor, y ahora debía renunciar al hombre que había encendido su alma. Con lágrimas que rivalizaban con las olas, se acercó al héroe. “Puedes partir”, anunció, su voz temblando como un arpa rota. “Te ayudaré a construir una balsa”. Ulises, siempre desconfiado, la miró con ojos penetrantes. “Jura por la Estigia que no buscas mi ruina”, exigió. Y Calipso, con el peso de su dolor, alzó su mano al cielo y juró por el río sagrado, el vínculo que ni los dioses podían romper.

Cuatro días bastaron para que la balsa tomara forma, sus manos divinas guiando las de Ulises en un acto final de amor. Al quinto día, lo bañó en aguas perfumadas, lo vistió con ropas que olían a flores eternas y lo despidió con un viento suave que lo llevaría lejos. “Quédate”, susurró una última vez, su oferta colgando en el aire como un eco. Pero Ulises, con el corazón firme, eligió el peligro del mar sobre la paz de Ogygia. Cuando la balsa se perdió en el horizonte, Calipso cayó de rodillas, su canto silenciado, su cueva vacía. Las ninfas que la servían guardaron silencio, temerosas de su pena. La mitología susurra que murió de tristeza, aunque su casi inmortalidad desafía tal fin, dejando su destino en un velo de misterio.

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Esta epopeya de amor y pérdida encuentra un eco en la obra Calipso de James Draper, pintada en 1897. En este lienzo, Draper captura a la ninfa en el apogeo de su desolación, su figura reclinada en la orilla de Ogygia, el mar rugiendo a sus pies como un reflejo de su tormento interior. Su rostro, bañado en sombras suaves, destila una melancolía que trasciende el tiempo, mientras su mano se extiende hacia el horizonte, un gesto inútil hacia el Ulises que se aleja. Los tonos oscuros del océano contrastan con la luz dorada que emana de su figura, simbolizando su divinidad atrapada en un dolor humano. Draper, influenciado por el romanticismo, no solo retrata a Calipso como una diosa, sino como una mujer rota por un amor no correspondido.

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La pintura omite la presencia de Hermes o la balsa, centrándose en el instante de su soledad tras la partida. Este enfoque amplifica la conexión emocional con el espectador, invitándonos a sentir el peso de su sacrificio. Mientras el relato épico narra su obediencia a Zeus y su ayuda a Ulises, la obra de Draper inmortaliza el costo de esa obediencia: una ninfa eterna condenada a un lamento silencioso. Juntas, la historia y la pintura tejen un tapiz de grandeza y tragedia, donde Calipso emerge como un símbolo de la lucha entre el deber divino y el anhelo del corazón, su voz perdida en las olas, pero su legado grabado en el arte y la leyenda.

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LA OBRA

La isla de Calypso
Herbert James Draper
Fecha 1897
Técnica óleo sobre tela
Dimensiones Altura: 84,0 cm; Ancho: 147,3 cm
Colección Manchester Art Gallery