No hay relato más ardiente en los anales de la mitología griega que el de Jasón y Medea, una saga que comenzó con la luz dorada de un vellocino mágico y terminó en la más negra de las traiciones y una venganza que hizo temblar los cimientos de los cielos. Es una historia de ambición y magia, de un amor tan desesperado que solo podía culminar en la destrucción total, un eco eterno de la verdad de que no hay furia comparable a la de una hechicera despreciada.
Jasón, el legítimo heredero al trono de Iolco, había sido despojado de su derecho por su tío, el astuto y cruel rey Pelias. Para recuperar su reino, se le impuso una misión que Pelias creía imposible: traer de regreso el legendario Vellocino de Oro, custodiado en la lejana y bárbara tierra de Cólquide, al borde del mundo conocido. Así, el héroe zarpó a bordo del navío Argo, al frente de sus valientes Argonautas, hacia un destino que no solo cambiaría su vida, sino que lo ataría a una mujer cuyo poder superaba a cualquier mortal.
Medea de Evelyn de Morgan 1874
Mientras el Argo surcaba las olas, las diosas del Olimpo tejían su propio destino. Hera, protectora de Jasón, y Atenea, encolerizadas con Pelias, se confabularon con Afrodita. Su plan era sencillo y devastador: asegurar el éxito de Jasón a través de la pasión. Envió a su hijo, el joven y travieso Eros, a Colquide. Allí, en la corte del temible rey Eetes, nieto del dios Sol Helios, vivía su hija: Medea, princesa y, más importante aún, una sacerdotisa de la oscura diosa Hécate, maestra de las artes nigrománticas y los venenos.
Cuando Jasón, resplandeciente en su desesperación, se presentó ante Eetes, Eros cumplió su encargo. Una flecha invisible, empapada en un fuego irresistible, atravesó el corazón de Medea. No fue un amor dulce, sino una enfermedad, una obsesión abrumadora que quemó toda razón y lealtad. La hechicera, de repente, se encontró consumida por una llama por el extranjero, un dolor dulce y destructivo que, según los cronistas, la dejó pálida y enrojecida por turnos, con su alma derritiéndose en la dulce agonía de la pasión.
Hechizos, Monstruos y un Juramento Roto
El rey Eetes, sin intención de ceder el Vellocino, impuso a Jasón una serie de tareas mortales. La desesperación y el miedo por la vida del hombre que ahora lo era todo para ella superaron la indecisión de Medea y su deber filial. Si ayudaba a Jasón, traicionaría a su padre; si no lo hacía, el dolor de verlo morir la llevaría al suicidio. Compelida por este amor fatal, eligió la traición.
En el silencio de la noche, Medea se reunió con Jasón. Su primera ayuda fue el milagro. Para domar a los toros de bronce con aliento de fuego, le proporcionó un ungüento especial, nacido de la sangre del Titán Prometeo, que hizo invulnerable su cuerpo al fuego. Jasón, envuelto en una coraza mágica de invencibilidad temporal, pudo uncir a las bestias y arar el campo. La segunda prueba fue sembrar los dientes de un dragón, de donde brotaron al instante una legión de hombres nacidos de la tierra, guerreros salvajes y sedientos de sangre. Pero Medea había previsto esto: aconsejó a Jasón arrojar una piedra en medio de ellos. La confusión hizo que los soldados, sin saber quién era el agresor, se atacaran y se aniquilaran entre sí en un frenesí de locura fratricida.
Venus y Cupido de Evelyn de Morgan 1878
Para el último desafío, Medea ya había tomado su decisión: huiría con Jasón. Ella le pidió protección y fidelidad, y Jasón, con el éxito tan cerca, se apresuró a jurar el más solemne de los juramentos, invocando a Zeus de Olimpo y a Hera, la reina del matrimonio, como testigos de que la tomaría por su esposa en su propia casa en Hélade. ¡Ay de Jasón!, porque ese juramento sagrado, pronunciado a la ligera por ambición y gratitud, sería la cadena que lo arrastraría a su propia ruina.
El Vellocino de Oro era custodiado por un dragón insomne y gigantesco. Bajo la tenue luz de la luna, Medea y Jasón se acercaron al roble sagrado. El dragón se revolvió, pero Medea comenzó a cantar. Su melodía era poderosa, una invocación a las artes oscuras de Hécate y a la ayuda de los dioses del Inframundo. Mientras el dragón luchaba contra el hechizo, ella se acercó, blandiendo hierbas mágicas, arrojando su potente esencia sobre los ojos de la criatura. El dragón, por primera vez en su vida, sintió el irresistible peso del sueño, relajando sus gigantescas espinas como una ola oscura y silenciosa. Jasón arrebató el Vellocino, un tesoro que ahora representaba no solo su trono, sino la prueba viviente del poder oscuro que lo había salvado.
La fuga fue rápida, pero el rey Eetes no tardó en descubrir la traición. Lanzó a sus naves a la persecución, lideradas por su propio hijo, Absirto, hermano de Medea. Fue aquí donde la princesa de Colquide cruzó el umbral de no retorno, abrazando su destino como monstruo. Jasón y Medea concibieron un plan brutal para detener a sus perseguidores: emboscaron a Absirto en una isla. Aunque Medea, por un instante, apartó su rostro velado del horror, Jasón mató a su cuñado. Y para asegurar su huida, se dice que cortaron el cuerpo del príncipe en pedazos y los esparcieron en el mar. El rey Eetes, un padre destrozado, se detuvo en su persecución para recoger los fragmentos de su hijo y darle una sepultura completa, permitiendo que los Argonautas y los amantes traidores escaparan. Su amor ahora estaba sellado con la sangre de su propia carne.
Medea la hechicera de Valentine Cameron Prinsep, c. 1838
Un Rastro de Sangre en el Camino
El viaje de regreso fue un presagio. En la isla de Creta, el autómata Talos, guardián de bronce, les bloqueó el paso. Medea, con una droga o un conjuro que lo llevó a la locura, hizo que se hiriera en su talón (su único punto vulnerable) y se desangrara hasta morir. La hechicera, impulsada por la necesidad, se había convertido en una asesina imparable.
Finalmente, llegaron a Iolco. Pelias, a pesar del Vellocino, se negó a ceder el trono. Medea, lista para usar su magia para el beneficio de su amado, restauró milagrosamente la juventud del anciano padre de Jasón, Esón, hirviéndolo en un caldero con poderosas hierbas y resucitándolo joven y fuerte. Las hijas de Pelias, al ver tal prodigio, rogaron a Medea que hiciera lo mismo por su padre.
Medea, con la frialdad de una araña tejiendo su red, se ofreció. Demostró el proceso con un cordero viejo, que emergió del caldero como un tierno corderito. La verdad era que había cambiado al cordero en un truco de prestidigitación mágica. Creyendo ciegamente, las ingenuas hijas de Pelias descuartizaron a su propio padre y lo arrojaron al caldero. Medea, por supuesto, no añadió las hierbas restauradoras. El rey murió de forma atroz. Este regicidio significó la condena al exilio para Jasón y Medea, quienes, cargando con el peso de los asesinatos, huyeron a Corinto, donde se establecieron como exiliados, y donde tuvieron a sus dos hijos.
La poción de amor de Evelyn de Morgan 1903
La Ira Incurable del Odio
Pasaron los años. El amor, que había comenzado como una pasión ardiente y destructiva, se había marchitado en la amargura. Jasón, que había jurado ante los dioses fidelidad eterna, se cansó de la hechicera bárbara y de las manchas de sangre que la acompañaban. Buscando restaurar su posición y su riqueza, que había perdido con su exilio de Iolco, aceptó la propuesta del rey Creonte de Corinto: tomar a su hija, la joven princesa Glauce (a veces llamada Creúsa), como su nueva esposa, desechando su juramento y a la madre de sus hijos.
Para Jasón, era un acto de ambición pragmática; para Medea, fue la traición final, la ruptura del pacto sagrado que los unía, y el insulto más profundo. La furia que Medea sintió en ese momento fue una fuerza elemental, una rabia que, según el poeta Eurípides, era "más fuerte que el amor del amante... incurable, las heridas que hacen". Su corazón, que había ardido con amor por Jasón, ahora se transformó en un pozo sin fondo de odio.
Su venganza fue magistral y horrible. Actuando como si aceptara la decisión, Medea envió a Glauce un regalo de bodas: un vestido de una belleza deslumbrante y una diadema de oro, ambos impregnados con un veneno corrosivo e incendiario. Tan pronto como Glauce se puso la prenda, una llama invisible pero intensa se apoderó de ella. El veneno la quemó viva, derritiendo su carne de sus huesos en un tormento insoportable. Su padre, Creonte, intentó salvarla, abrazando a su hija, solo para ser consumido él mismo por el mismo fuego ponzoñoso. La boda real se convirtió en una doble pira funeraria.
Pero la venganza de Medea no había terminado. Su mente, ahora completamente rota por el dolor y la locura, concibió el acto final, el golpe que asestaría a Jasón un dolor más allá de cualquier curación. Él había querido destruir su vida; ella destruiría la suya. Decidió exterminar la línea de Jasón por completo.
Con una resolución escalofriante, Medea tomó a sus dos hijos. Las versiones del mito difieren en el porqué: quizás fue para evitarles una vida de esclavitud o exilio tras la muerte de su protector, o, en la versión más cruel, fue un acto de maldad pura, infligir el máximo dolor a su traidor. Sola, gritando por la agonía de su propia alma, la hechicera asesinó a sus dos vástagos.
Jason y Medea de John William Waterhouse 1907
El Último Adiós y la Ruina del Héroe
Cuando Jasón llegó, corriendo enloquecido por el palacio en llamas, solo encontró el cadáver humeante del rey, el de su nueva prometida, y la espantosa verdad del infanticidio. Medea se alzó sobre él, triunfante en su locura, pero eternamente herida. Había destruido su vida, pero también la suya.
Y así, Medea, la nieta de Helios, escapó del alcance de Jasón. Según la leyenda, subió a un carro tirado por dragones alados, regalo de su abuelo, el dios Sol, y ascendió hacia el cielo, dejando atrás a un hombre destrozado.
Jasón se quedó solo en las ruinas de Corinto. Había traicionado a la mujer que había matado y traicionado a su propia familia por él, y había roto un juramento ante los dioses. Perdió el trono, perdió a su esposa, perdió a sus hijos y perdió su honor. El destino del héroe fue patético: vagó por años, un exiliado sin hogar ni propósito, hasta que, ya anciano y despreciado, encontró su fin. Se dice que murió aplastado por un fragmento podrido de su glorioso navío, el Argo, un final inglorioso para el que una vez fue el líder de héroes.
La historia de Jasón y Medea es el testimonio implacable del poder incontrolable de la pasión, el precio de la ambición desmedida y, sobre todo, la naturaleza dual de la hechicera: víctima de un amor impuesto por los dioses y villana que eligió la aniquilación sobre el perdón. Su saga sigue siendo una advertencia: el amor más épico y destructivo es a menudo aquel que se nutre de la magia y la traición.