En el taller silencioso de Auguste Rodin, entre bloques de mármol y polvo raso, nació una idea que desafiaba las fronteras entre lo humano y lo divino. Esa idea tuvo forma: La Mano de Dios (The Hand of God), obra que no solo esculpe figuras, sino que talla la frontera misma entre la creación y lo creador, entre lo visible y lo apenas insinuado. Imagina una mano gigantesca, poderosa, emergiendo de la piedra bruta, sujetando entre sus dedos un bloque aún informe. De ese bloque surgen dos figuras entrelazadas, Adán y Eva, cuerpos nacientes, creciendo lentamente hacia la luz. No están completos aún, apenas se liberan del barro y del mármol.
Madre de los gemelos divinos Apolo y Artemisa, encarna el sufrimiento de la mujer acosada por la envidia, pero también la grandeza de quien gesta en su vientre el sol y la luna. Su historia es un canto al dolor convertido en trascendencia. Y es también el umbral que une lo humano con lo divino, lo frágil con lo eterno. Leto era hija de los titanes Ceos y Febe, una figura luminosa y a la vez discreta, cuyo destino se selló al convertirse en amante de Zeus. De esa unión nació la promesa de dos hijos divinos, pero también la cólera de Hera, la esposa del dios del trueno.
En el vasto escenario de la escultura italiana del siglo XIX, un nombre resuena con la fuerza de un eco que se niega a apagarse: Giovanni Dupré. Nacido en Siena en 1817, su destino parecía tallado en la misma piedra que luego daría vida a sus obras. Hijo de un modesto tallista, inició su aprendizaje en el taller familiar, copiando esculturas renacentistas, imitando gestos y pliegues que otros ya habían inmortalizado. Pero en aquella repetición, en ese ejercicio paciente de reproducir lo que otros habían creado siglos atrás, comenzó a germinar una voz propia, una mirada que pronto se convertiría en una de las más poderosas de su tiempo.
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