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En los albores de la mitología griega, en un rincón recóndito de la tierra donde el sol se despide al anochecer, existía un lugar de incomparable belleza y misterio: el Jardín de las Hespérides. Este no era un jardín cualquiera; era un edén sobrenatural y sagrado, destinado solo a los dioses y resguardado por un grupo de ninfas inmortales, las Hespérides. Su deber era vigilar un árbol de manzanas doradas, regalos de la diosa de la tierra, Gea, a la imponente Hera en su boda con Zeus. Estas manzanas, símbolo de juventud eterna y prosperidad, tenían un brillo encantador que atraía tanto a mortales como a inmortales, convirtiéndose en el centro de incontables mitos, odiseas y tragedias.
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