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Desde que tengo memoria, he sentido el susurro del agua en mis oídos, un murmullo constante que me envuelve y me arrastra a un mundo de corrientes y remolinos. Nací de las profundidades del mar, en un lugar donde la luz del sol apenas llega y las sombras danzan con la bioluminiscencia de las criaturas abisales.
Soy Ondina, una ninfa de las aguas, una criatura mágica que habita entre dos mundos: el de los humanos y el de las profundidades. Mis primeros recuerdos están impregnados del sabor salado del mar y del tacto frío de las algas enredándose en mi piel. Crecí en un palacio de coral y nácar, rodeada de una familia que no conocía la vejez ni la enfermedad. Mi madre, la reina de las aguas, me enseñó desde pequeña a entender el lenguaje del mar: el canto de las ballenas, el susurro de las corrientes y el lamento de los barcos hundidos. Cada sonido era una historia, y yo me empapaba de ellas como una esponja absorbe el agua.
Mi vida comenzó en una plantación de azúcar, donde mi familia, los Dubuc de Rivéry, vivía con ciertos lujos, aunque las tensiones crecían debido a las complejidades de nuestra época. Desde pequeña, recibí una educación esmerada, aprendiendo a leer, escribir y tocar el piano, algo poco común para una niña en Martinica.
En los confines del firmamento, donde la luz y la oscuridad se entrelazan en un ballet eterno, surgieron dos astros de insólita belleza y poder. Estos eran Hesperus y Phosphorus, los hermanos gemelos del amanecer y del crepúsculo, nacidos del vientre de Eos, la diosa del alba, y Astreo, el titán de las estrellas. Desde su nacimiento, el destino de estos dos seres estaba marcado por la dualidad y la tensión entre la luz y la sombra.
La mitología griega cuenta que Eos, con sus dedos de rosa, atravesaba el cielo cada mañana, trayendo la luz del día al mundo. Sin embargo, su vida no estaba completa. A pesar de su papel vital, Eos anhelaba la compañía de hijos que pudieran compartir su divino deber.
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