El Inframundo griego, ese reino silencioso donde reinaba Hades con su severa majestad, era un lugar de misterio y temor, pero también de símbolos que la mitología cargó de significados eternos. No era simplemente un espacio sombrío: era un universo completo, con leyes propias, guardianes implacables y paisajes que ningún mortal podía ver sin estremecerse. Allí se extendían llanuras grises y cavernas interminables, y lo atravesaban cinco ríos que lo definían, cada uno con un carácter único, como venas de un mundo invisible.
Botticelli trazó un jardín que no existe en la tierra ni en el cielo, sino en el umbral entre ambos. Ese jardín es La Primavera, y en él, como un eco multiplicado, resuena el rostro de Simonetta Vespucci, la mujer que los florentinos llamaban la más bella de todas y a la que el pintor rindió un culto más cercano a la mitología que a la carne.
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Hablar de Vincent van Gogh es hablar de un hombre que convirtió la pintura en un espejo ardiente de su alma. Entre todas sus obras, hay una serie que brilla con luz propia y que se ha convertido en un símbolo universal de belleza, fuerza y fragilidad: Los girasoles. No es un único cuadro, sino un conjunto de variaciones que, juntas, forman una sinfonía pictórica donde el amarillo se convierte en protagonista absoluto. Y es precisamente allí, en esos pétalos incandescentes, donde podemos leer a Van Gogh en estado puro.
Leer más… Los Girasoles de Van Gogh: la eternidad hecha color
La humanidad nació en el alba de un paraíso que ya no existe. Dos seres, hechos de polvo y de aliento divino, caminaron entre árboles donde la luz era perfecta y el aire no conocía sombra. Adán y Eva, los primeros, los únicos, los que en su piel llevaban aún la tibieza reciente de la mano creadora. Fueron concebidos para la eternidad, pero eligieron el conocimiento, y en ese gesto, cargado de deseo y de insumisión, sellaron el destino de todos sus hijos.
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