Hablar de Antonio Allegri da Correggio (1489–1534) es hablar de un mago de la pintura. Nacido en una pequeña ciudad del norte de Italia que le dio su nombre, Correggio no fue el artista más conocido de su tiempo, ni se codeó con papas y emperadores como Miguel Ángel o Rafael. Pero logró algo extraordinario: reinventar el modo en que miramos los techos y las cúpulas, y sembrar una semilla que florecería un siglo más tarde en el esplendor del Barroco.

Su obra no se mide solo por su belleza, sino por su capacidad de sorprender y emocionar, de romper con las convenciones sin hacer ruido, como quien cambia el rumbo del río con gestos silenciosos.

Primeros pasos en la pequeña ciudad de Correggio

Antonio Allegri nació en Correggio, un lugar modesto, muy lejos de los centros culturales que en su tiempo dictaban las tendencias artísticas: Florencia, Roma, Venecia. Era hijo de una familia sin gran fortuna, y su camino como pintor se abrió en talleres locales donde aprendió lo esencial del dibujo y la técnica.

Poco a poco, su talento comenzó a brillar. Sus primeras obras religiosas ya mostraban una sensibilidad especial: un gusto por las composiciones suaves, por las luces que acariciaban los rostros, por las atmósferas que parecían envolver al espectador en un clima íntimo y sereno.

No tardó en llamar la atención de mecenas y conventos de la región, que comenzaron a encargarle retablos y decoraciones. Así fue creciendo su reputación, hasta que recibió su primera gran oportunidad: trabajar en Parma.

Parma: el gran escenario de sus sueños

La ciudad de Parma fue el lugar donde Correggio desplegó todo su genio. Allí pintó algunas de las obras más asombrosas de la historia del arte, y sobre todo, revolucionó la manera de decorar cúpulas y techos.

En la iglesia de San Giovanni Evangelista (San Juan Evangelista), Correggio creó un fresco que todavía hoy corta la respiración: la visión de San Juan arrebatado al cielo. Los apóstoles lo miran desde abajo, pero lo que atrapa es el cielo mismo: un torbellino de nubes, luz y figuras que se abren hacia lo infinito.

Nunca antes se había visto algo así. Miguel Ángel había pintado la Capilla Sixtina, Rafael había llenado de armonía las estancias vaticanas, pero Correggio hizo otra cosa: rompió el techo.

No pintó un cielo como fondo estático, sino un espacio en movimiento, un vórtice donde el espectador siente que puede ser tragado por la visión divina. Este efecto, que más tarde sería perfeccionado por los grandes maestros del Barroco como Bernini, Rubens o Baciccio, nació aquí, en Parma, en las manos de Correggio.

La Asunción: un cielo abierto al infinito

Si en San Giovanni sorprendió, en la Catedral de Parma directamente deslumbró. Su fresco de la Asunción de la Virgen es una de esas obras que cambian la historia.

En el centro, la Virgen María asciende envuelta en un remolino de ángeles, querubines y luz. Todo gira, todo se eleva, todo se expande hacia un cielo que parece no tener límites. El espectador, al mirar hacia arriba, siente que el edificio desaparece, que las piedras se deshacen y que realmente se está asomando al infinito.

Este recurso, conocido como sotto in su (“desde abajo hacia arriba”), era un desafío técnico y visual que requería una maestría absoluta en perspectiva y composición. Correggio lo resolvió con una gracia y una energía nunca antes vistas.

El resultado fue tan poderoso que muchos siglos después, cuando el Barroco alcanzó su apogeo, maestros como Andrea Pozzo o Giovanni Battista Gaulli lo reconocieron como inspiración directa.

El pintor de la gracia y la sensualidad

Pero Correggio no solo pintó frescos religiosos. También se atrevió con temas mitológicos y profanos que mostraban otra faceta de su genio: la sensualidad.

Obras como Leda y el cisne, Júpiter y Ganímedes o El rapto de Dánae son pura poesía erótica. Allí los cuerpos femeninos aparecen con una carnalidad luminosa, con gestos suaves y miradas insinuantes. La mitología era la excusa perfecta para explorar lo sensual sin abandonar el aura de nobleza clásica.

En Leda y el cisne, por ejemplo, el mito del dios Zeus transformado en ave se convierte en un juego de formas y caricias que mezcla ternura y deseo. En Júpiter y Ganímedes, la belleza masculina del joven arrebatado por el dios es casi etérea, como un sueño.

Estas obras, realizadas en óleo, fueron muy apreciadas por coleccionistas y cortes europeas. En ellas, Correggio mostró que dominaba tanto la monumentalidad del fresco como la intimidad del lienzo.

La magia de la luz

Si hay un rasgo que define el arte de Correggio, es su tratamiento de la luz.

En sus cuadros, la luz no es solo un recurso para iluminar figuras: es un personaje más, una fuerza que envuelve, acaricia y moldea. Sus rostros parecen respirar, sus cuerpos parecen vibrar, sus cielos arden con una luminosidad que parece anticipar a Caravaggio y a los maestros del Barroco.

La luz de Correggio es suave, envolvente, pero también dinámica. No es el resplandor duro del mediodía, sino la claridad cambiante que sugiere misterio y profundidad. Gracias a ese manejo, sus escenas tienen vida, movimiento, una energía casi cinematográfica.

La influencia en el Barroco

Aunque murió en 1534, relativamente joven, Correggio dejó una huella profunda. Sus frescos en Parma fueron visitados por generaciones de artistas que vieron en ellos una nueva manera de concebir el espacio.

Sin Correggio no se entendería la grandeza del Barroco. Sus juegos de perspectiva, sus cielos abiertos, sus cuerpos que flotan en espirales celestiales inspiraron a Rubens, a Tiepolo, a Pozzo y a tantos otros.

Incluso artistas que parecían muy lejanos en estilo, como Velázquez, encontraron en la luz de Correggio una referencia silenciosa.

Un artista discreto y eterno

Lo curioso de Correggio es que, a diferencia de otros genios de su tiempo, nunca buscó la fama. No se trasladó a Roma ni a Florencia para rivalizar con los grandes. Prefirió trabajar en su región, casi en silencio, dejando que fueran sus obras las que hablaran.

Quizás por eso su figura quedó durante siglos en un segundo plano, eclipsada por los nombres rutilantes de Miguel Ángel, Rafael, Tiziano o Leonardo. Pero poco a poco la historia del arte lo fue rescatando, hasta reconocerlo como un innovador fundamental.

Hoy, quien entra en la Catedral de Parma y levanta la vista hacia su Asunción, comprende de inmediato que está frente a algo único. Ese torbellino de luz y movimiento no solo es arte: es una experiencia espiritual, una invitación a perderse en lo infinito.

Correggio fue un artista que no necesitó gritar para transformar el arte. Su revolución fue silenciosa, pero radical.

Abrió los techos al infinito, iluminó los cuerpos con una luz que parecía acariciarlos, mezcló la sensualidad con la gracia, lo humano con lo divino. Su legado viajó por los siglos y estalló con fuerza en el Barroco, pero aún hoy nos sigue conmoviendo.

Porque cuando uno se coloca bajo sus frescos, siente que el cielo realmente se abre, que el arte nos arrastra hacia arriba en una espiral luminosa, y que por un instante, como los santos y ángeles de Parma, también nosotros flotamos en ese torbellino eterno.